Para esas generaciones que crecimos sobre el pentagrama de sonrisas y lágrimas, entre los sesenta y los últimos coletazos de los ochenta, ser selváticos animales o rodearnos de seres salvajes en su comportamiento no es algo particularmente extraño. Seres que requieren algo de domesticación, de tacto en sus formas y empatía en su trato. Por eso, seguramente, ayer muchos nos reímos tanto entre las butacas del Teatro Juan Bravo de la Diputación con ‘Animales de compañía’; porque los personajes de Laura Galán, Iñaki Ardanaz, Mónica Regueiro, Jorge Suquet y Carmen Ruiz nos recordaron un poco a los tigres y víboras de cascabel que a lo largo de nuestra vida nos han hecho entender, poco a poco y a veces entre sonrisas y otras entre lágrimas, las leyes de la selva.
Ayer era tarde de estreno nacional en el Teatro Juan Bravo y eso requería alfombra roja, focos e invitados especiales, entre los que se encontraban, por ejemplo los actores Jorge Cabrera e Irene Anula, y el director de la obra, Fele Martínez, quien, de pie y desde la misma puerta de acceso al teatro tuvo controlado cada movimiento y línea de sus animales, ente los que, de manera especial y a veces sin ni siquiera mediar palabra, Carmen Ruiz demostró ser una auténtica bestia de la escena y Jorge Suquet demostró acercarse también al concepto. Mientras la aparición de la primera, ausente en las primeras escenas del guion, supuso el gran punto de inflexión de la obra, tanto a nivel textual como interpretativo, la presencia del segundo sobre las tablas aportó consistencia al montaje desde el primer segundo hasta prácticamente el final. Un final tan de sonrisas, como de lágrimas. Tan de brindar con Bitter Kas.
Así lo entendió el público también, que llenó hasta la última butaca del Juan Bravo y siguió el ritmo de la obra sin apenas pestañear hasta acabar aplaudiéndolo de manera salvaje; que la tarde estaba para ello. Porque ‘Animales de compañía’ comienza suave, como el ronroneo de un gato o el canto seductor de un periquito; continúa alerta, como el aviso indiscreto de un loro; en un momento determinado se vuelve felina y araña todo lo que encuentra a su paso; y finaliza algo tranquila, algo comprensiva, como esas miradas de los perros que parecen perdonarlo todo.
Y todo ello en medio de una cocina, donde se enfrían las conversaciones cada vez que se abre la puerta del frigorífico, donde, entre cuchillos de plástico, se clavan con dificultad las mentiras. Donde, entre luces que se apagan y se encienden, y música que suena tan alta que molesta, su director consigue hasta que al espectador la cabeza le dé tantas vueltas como a la de su protagonista. Y todo ello también mientras los personajes, creyendo estar “fetén, gracias”, hablan y se enfrentan a situaciones de egoísmo, de celos, de desamor, de amor, de obsesiones, de vergüenza, de soberbia, de inseguridad, de victimismo o de traición. De lo que otorga, o no, el privilegio del bienestar emocional. Como podría hacerlo cualquier ser humano en esta selvática tierra; desde Segovia hasta Zaragoza, desde Azuqueca de Henares hasta Sidney. Desde ayer hasta hoy; que mañana, tal vez, será otro día.